Published in El Nuevo Día: Tribuna invitada on September 19, 2019

El pasado 12 de septiembre acudí al llamado que me hizo la alcaldesa Muriel Bowser del Distrito de Columbia para analizar las luces y las sombras del proyecto de estadidad para la capital federal (H.R. 51) que hoy se encuentra ante la consideración del Congreso de los Estados Unidos.

En anticipación a su comparecencia a la vista congresional del 19 de septiembre (en lo que sería la primera vez en 26 años que el Congreso celebra vistas públicas sobre la petición de admisión del Distrito), la alcaldesa Bowser convocó a un pequeño grupo de personas, encabezadas por los exalcaldes Anthony Williams y Sharon Pratt, junto a varios exfuncionarios de las administraciones Clinton y Obama y profesores de derecho del Distrito para afinar su mensaje ante el Congreso.

Mi participación se ciñó a la evaluación de los aspectos estrictamente constitucionales que surgen de la petición de estadidad del Distrito.

¿Podría el Congreso conforme los poderes que le confiere el Artículo IV Sección 3 de la Constitución abrirle las puertas de la Unión al Distrito de Columbia tal y como lo hizo con los 37 territorios que admitió luego de la independencia de las 13 colonias originales?

¿Violaría tal admisión el diseño constitucional esculpido por Alexander Hamilton, James Madison y demás gestores del experimento de Filadelfia quienes de forma explícita establecieron que la capital federal nunca podría habitar en un estado de la Unión?

¿Cómo armonizar el mandato que fluye del Artículo I Sección 8 de la Constitución y del Federalista Núm. 43 (de la autoría de Madison) con la concesión de la estadidad al Distrito?

¿Podría el Congreso concederle la estadidad a la capital federal sin antes derogar la vigésimo tercera enmienda de la Constitución que le concede al Distrito 3 votos en el Colegio Electoral para la elección del presidente y vicepresidente de los Estados Unidos?

¿Podría el Congreso exigirle al Distrito de Columbia, como lo hizo en los casos de Ohio, Luisiana, Missouri, Minnesota, Nevada, Nebraska, Colorado, Montana, Dakota del Norte, Dakota del Sur, Utah, Oklahoma, Arizona y Nuevo México, la convocatoria a una convención constituyente y la redacción de una constitución interna que sea sometida al escrutinio estricto del Congreso?

¿Podría el Congreso exigirle al Distrito, como condición de entrada, 10 años más de presupuestos balanceados y calificaciones crediticias de Aa1?

¿Cómo reconciliar el hecho de que el Distrito recibe sobre $500 millones anuales en fondos federales para obra capital y que más del 70% de su infraestructura de salud está subsidiada con fondos federales con la doctrina constitucional que requiere que los estados accedan a la Unión en igualdad de condiciones (“equal footing doctrine”, véase Coyle v. Smith, 221 U.S. 559, 567 (1911))?

Estas son algunas de las complejas interrogantes constitucionales que subyacen bajo la petición de estadidad de la capital federal; preguntas que a su vez dejan al descubierto el cruel engaño del cual ha sido víctima el pueblo de Puerto Rico por demasiados años.

Si sobre el Distrito de Columbia se yerguen hoy escollos casi infranqueables para acceder a la estadidad, aun cuando finalmente cuenta con presupuestos balanceados, acceso a los mercados, 700 mil contribuyentes federales, voto presidencial, el favor del 86% de su electorado y el respaldo de la mayoría de la Cámara federal, que será de Puerto Rico enredado en la quiebra, la deuda y la corrupción.

Y si no me cree, pregúntese: ¿por qué Jennifer González no se ha atrevido a volver a radicar su abortado proyecto de estadidad (H.R. 260) en este Congreso?

¿Por qué nadie le ha hecho caso al disparatado proyecto de admisión (H.R. 1965) que radicó Darren Soto en este Congreso?

Porque tal como al ELA territorial se le acabó el camino, a la estadidad hace rato se le acabó la gasolina.

Corresponde ahora surcar nuevos rumbos.

Rafael Cox Alomar

Rafael Cox Alomar