Published in El Nuevo Día: Tribuna invitada on September 26, 2021

Nos cuenta el Antiguo Testamento que con la muerte de Josué, quien en ausencia de Moisés había conducido al pueblo elegido de Jehová a la Tierra Prometida, da inicio en Israel la triste y trágica época de la dictadura de los jueces — época esta de excesos y apostasía que se extendería por largos años hasta la coronación del rey Saúl a manos del profeta Samuel.

Tal parece que algunos personajes en la legislatura y en la judicatura sueñan con reproducir aquí la dictadura de los jueces — tal y como demuestra la grotesca subversión del orden constitucional que se trasluce del texto mismo del Artículo 3.7 del desprestigiado Código Electoral de 2020 el cual, en flagrante violación al principio constitucional de la separación de poderes, dispone que de haber un tranque entre las ramas políticas recaerá en la mayoría del Tribunal Supremo designar a escondidas y de espaldas al país al presidente y presidente alterno de la Comisión Estatal de Elecciones.

Es obvio que los jueces del Tribunal Supremo no son parte del poder ejecutivo y que la intromisión de estos en la selección de funcionarios adscritos a la rama ejecutiva violenta la separación de poderes que requiere nuestra Constitución, dice Rafael Cox Alomar.
Es obvio que los jueces del Tribunal Supremo no son parte del poder ejecutivo y que la intromisión de estos en la selección de funcionarios adscritos a la rama ejecutiva violenta la separación de poderes que requiere nuestra Constitución, dice Rafael Cox Alomar.

¿Y de qué trata el principio de la separación de poderes? ¿Dónde en la Constitución se establece dicho principio? ¿Cuándo y por qué entró en escena en Puerto Rico la separación de poderes? ¿Y por qué el Artículo 3.7 es inconstitucional de su faz?

El principio de la separación de poderes, tal y como lo conocemos hoy, tuvo un origen tardío en Puerto Rico: inexistente durante los 400 años de régimen colonial español e inclusive ausente de la Carta Autonómica de 1897 toda vez que aquella fue modelada a la luz del sistema británico de monarquía constitucional.

Y distinto a lo que algunos puedan pensar, la invasión de 1898 tampoco resultó en la importación inmediata a Puerto Rico del sistema de separación de poderes urdido por Alexander Hamilton y James Madison en 1787. Todo lo contrario.

Ninguna de las leyes orgánicas dotó a Puerto Rico de un sistema genuino de separación de poderes.

Bajo la ley Foraker de 1900 el gobernador (nombrado por el presidente) controlaba al legislativo a través del consejo ejecutivo y, a su vez, el poder judicial también era rehén del ejecutivo ya que quien administraba la rama judicial era el procurador general y quien nombraba a los jueces del Supremo era el presidente desde Washington (ninguna de estas últimas dos cosas varió hasta la inauguración en 1952 de nuestra Constitución).

Ni la ley Jones de 1917 ni inclusive la ley del gobernador electivo de 1947 lograron avances significativos. Aun con la elección del Senado (creado en 1917) y la elección del gobernador por voto directo del pueblo a partir de 1948 continuó la ausencia de una verdadera separación de poderes.

No fue hasta la proclamación de la Constitución que Puerto Rico estrenó un ordenamiento gubernamental de pesos y contrapesos estructurado de la siguiente forma: el Tribunal Supremo, máximo intérprete de la Constitución, detenta poder exclusivo sobre nuestro sistema judicial, que es uno unificado en lo concerniente a jurisdicción, administración y funcionamiento; la Legislatura, único poder público con autoridad constitucional para hacer las leyes, es un cuerpo parlamentario con carácter continuo e independiente del ejecutivo que a través de sus múltiples comisiones (las que gozan de rango constitucional) juega un papel preponderante en la faena gubernamental; y el Gobernador, personificación de una rama ejecutiva robusta y unitaria, es quien único detenta autoridad para poner en vigor las leyes y para nombrar a los funcionarios adscritos al poder ejecutivo.

Es obvio que los jueces del Tribunal Supremo no son parte del poder ejecutivo y que la intromisión de estos en la selección de funcionarios adscritos a la rama ejecutiva violenta la separación de poderes que requiere nuestra Constitución — creando, además, serios conflictos de interés con consecuencias nefastas para la propia credibilidad del tribunal.

Tan delicado es el rol que juegan en nuestra democracia los jueces del Tribunal Supremo, como máximos garantes del orden constitucional, que al concluir los trabajos de la Junta de Redistribución Electoral de 1991 el entonces juez presidente Víctor Pons en su voto particular sugirió estudiar la posibilidad de enmendar la Sección 4 del Artículo III para sacar al juez presidente de la Junta que hoy preside por mandato constitucional.

¿Y por qué?

Porque entendía que la participación del juez presidente (o de cualquier otro juez) en la toma de decisiones administrativas concerniente a lo electoral más adelante pudiera plantear indeseables conflictos de intereses y hasta su posible inhibición si alguno de esos asuntos llegara a plantearse ante el Tribunal Supremo.

Le asistía la razón al juez presidente Pons.

Lamentablemente, y para desdoro del país, burlar el orden constitucional se ha convertido en el pasatiempo favorito de toda una camada de jueces y legisladores que simple y llanamente aparentan no estar a la altura de sus encumbrados cargos.

Rafael Cox Alomar

Rafael Cox Alomar