El ABC de la transición en Casa Blanca
Published in El Nuevo Día: Tribuna invitada on November 29, 2020
Cuenta la leyenda que al concluir los trabajos de la Convención Constituyente a mediados de septiembre de 1787, la esposa del alcalde de Filadelfia, Elizabeth Powell, se le acercó a Benjamin Franklin preguntándole cuál habría de ser la nueva forma de gobierno de las 13 colonias — a lo que Franklin contestó “una república, si es que podemos mantenerla”.
La sobria e incierta contestación de Franklin encerraba una cortante premisa inarticulada.
La supervivencia o el naufragio de aquella nueva y endeble república federal dependería de la fidelidad de su liderato (político y militar) a la Constitución y, por consiguiente, de su apego al concepto de que el poder es pasajero y ha de transferirse pacíficamente conforme el dictamen de las mayorías.
A los ojos de Franklin irrespetar tal principio destruiría la república dándole paso nuevamente a la monarquía.
Ha sido ese apego al inviolable principio de la transferencia pacífica del poder la razón por la que el tímido experimento constitucional urdido en Filadelfia hace 231 años (con sus luces y sus sombras) ha sobrevivido hasta nuestros días.
Los desafíos domésticos e internacionales que se perfilan en el horizonte del presidente electo Biden son de tal magnitud que el intento de Trump de sabotear la transición suscita toda una serie de interrogantes.
¿Qué dice la Constitución sobre la transición presidencial?
Nada, más allá de establecer en su vigésima enmienda que el presidente electo y la vicepresidenta electa serán juramentados el 20 de enero al mediodía.
¿Existe legislación federal que requiera y/o regule la transición presidencial?
Sí, la ley sobre transición presidencial de 1963 (Presidential Transition Act), según enmendada.
¿Y qué dispone?
Que la Administración de Servicios Generales le proveerá apoyo técnico, administrativo y financiero al equipo de transición que designe el presidente electo para la conformación de la administración entrante. Obliga al aparato militar y de inteligencia a darle acceso al presidente electo a toda información privilegiada con respecto a asuntos de seguridad nacional. Requiere, además, que el FBI comience cuanto antes a investigar el historial personal de cada uno de los nominados a las principales posiciones en el gabinete y en la Casa Blanca.
¿Quién certifica la elección de Biden como presidente? ¿Existe una comisión federal de elecciones que emita tal certificación?
No.
En Estados Unidos cada estado individualmente, y conforme su propia legislación electoral, certifica al candidato presidencial que ganó la contienda en su jurisdicción. Es al ganador a quien se le adjudican todos los electores presidenciales de ese estado (cuyo número es igual a la cantidad de congresistas y senadores de cada uno de ellos).
¿Pueden las legislaturas estatales de Pennsylvania, Michigan y Georgia, hoy en manos republicanas, revertir la victoria de Biden en esos estados y enviar al cónclave del colegio electoral electores leales a Trump?
No.
La Constitución no le concede a las legislaturas estatales el poder de anular a su antojo los votos ya emitidos por millones de ciudadanos americanos en una elección presidencial.
Lo que sí le concede es la potestad de determinar de antemano cómo se escogerán esos electores presidenciales (véase artículo II, sección 1). Y eso cada estado ya lo había determinado, conforme su propia ley electoral, desde mucho antes del 3 de noviembre. Ninguna legislatura estatal puede ahora derogar unilateralmente las reglas del juego luego de efectuada la votación. Así lo establece la propia ley federal (véase 3 U.S.C. sección 1 y siguientes).
¿Ha habido en el pasado transiciones presidenciales tan desastrosas como ésta? ¿Sería esta la primera vez que un presidente saliente se niega a comparecer a la juramentación de su sucesor?
Ciertamente no sería la primera vez.
Ni John Adams asistió a la inauguración de Thomas Jefferson en 1801 ni su hijo John Quincy Adams fue a la de su sucesor Andrew Jackson en 1829. Andrew Johnson, indigno sucesor de Abraham Lincoln, tampoco compareció a la toma de posesión de Ulises Grant en 1869.
Herbert Hoover no le dirigió la palabra a Franklin Roosevelt en todo el trayecto de Casa Blanca al Congreso, y Ronald Reagan y Jimmy Carter, en idénticas circunstancias medio siglo después, apenas se hablaron.
A Lyndon Johnson Richard Nixon le revolvía el estómago, igual que Trump a Obama, pero ninguno jamás ultrajó ni enlodazó la dignidad de la presidencia.
La transferencia pacífica del poder, y por consiguiente la fidelidad a la república ideada por Franklin y los de su generación, siempre había ido por encima de cualquier animosidad personal.
Ahí la pequeñez de Trump.
Y es que la silla siempre le quedó grande.