Published in El Nuevo Día: Tribuna invitada on May 2, 2019.

Con la muerte de Rafael Hernández Colón el país pierde al líder indiscutible del autonomismo puertorriqueño de los últimos tiempos.

Su nombre ahora es leyenda.

Y su figura, por derecho propio, le pertenece ya al noble panteón de los líderes de ese autonomismo histórico que desde los fundacionales días de Ramón Power y Giralt y Juan Alejo Arizmendi constituye la corriente política vital de nuestra nación puertorriqueña.

El sitio de Hernández Colón en nuestra historia está asegurado. Entre Román Baldorioty de Castro, Luis Muñoz Rivera y Luis Muñoz Marín encontrará reposo eterno una de las inteligencias más finas y agudas que el país haya conocido.

¿Y por qué tal distinción a Hernández Colón?

Porque más que ninguna otra figura de nuestra vida pública de la segunda mitad de siglo 20 luchó por la consecución y concreción del sueño de Baldorioty de Castro.

¿Y cuál fue ese sueño?

Dotar a Puerto Rico del mayor grado de poder político posible para enfrentar los problemas puertorriqueños con soluciones puertorriqueñas.

Hernández Colón entró propiamente en escena en 1967 cuando ya era inminente la celebración del primer plebiscito criollo de nuestra historia.

Y desde ese momento en adelante le ofrendó su vida a la incesante búsqueda de la tan escurridiza culminación del Estado Libre Asociado.

Hernández Colón, como el país entero conoce, no era un político corriente.

Era, ante todo, un ideólogo estratégico y disciplinado — adornado por una inteligencia eminentemente superior.

Figuras políticas como Hernández Colón, de tan inusual talento, aparecen en la vida de los pueblos solo ocasionalmente.

¿Y por qué colocar la figura de Hernández Colón a la altura del glorioso tríptico integrado por Baldorioty de Castro, Muñoz Rivera y Muñoz Marín?

Porque se lo ganó.

Primero vino Baldorioty de Castro quien le dio vida a la frágil semilla del autonomismo cuando en 1887 fundó contra viento y marea el Partido Autonomista en Ponce — en el mismo pueblo que vería nacer a Hernández Colón medio siglo después.

A la muerte de Baldorioty apareció oriundo de la montaña el héroe moral de Barranquitas quien, lejos de dejarse intimidar por el componente, le arrebató a España la Carta Autonómica en 1897 y con ella el repertorio más abarcador de poderes políticos que Puerto Rico jamás ha tenido.

Con la invasión de Washington en 1898, el desmantelamiento del régimen autonómico español y la muerte de Muñoz Rivera llegó el más abyecto oscurantismo, cuyo esclarecimiento comenzó a tomar forma a la luz del proyecto político de Muñoz Marín. Ahí la ley 600 y el Estado Libre Asociado.

Fue a Hernández Colón a quien le tocó la compleja y pesada tarea de buscar la culminación de aquel proyecto en plena Guerra Fría — en tiempos de Nixon, Ford, Reagan y Bush.

Ahí los trabajos del comité ad hoc del pacto de unión permanente de 1973 a 1976; ahí su intento de repensar el alcance del ELA a través de la nueva tesis de 1978; ahí su valiente inmersión en los debates de la ONU durante la histórica jornada de 1978; ahí el esfuerzo titánico que protagonizó de 1989 a 1991 donde por vez primera todas las fuerzas políticas del país concurrieron a Washington abrazando un mismo mecanismo procesal.

Y aunque acorralado por los cálculos geopolíticos de Washington durante la Guerra Fría, que no permitieron que aquí pasara nada luego del triunfo de la Revolución Cubana en 1959, lo cierto es que Hernández Colón estuvo a la altura de los tiempos. Se situó, durante sus tres mandatos, del lado correcto de la historia.

Corresponde ahora a sus herederos ideológicos hacerse con las banderas autonomistas que hoy yacen sobre su tumba, desde una óptica moderna y coherente con los nuevos tiempos. Sobre esas banderas pende la vida o la muerte del autonomismo de nuestros días.

Rafael Cox Alomar

Rafael Cox Alomar