¿Y después de Roe v. Wade qué?
Published in El Nuevo Día: Tribuna invitada on May 6, 2022
Y mientras en el Tribunal Supremo federal el juez presidente John Roberts (tal cual Richard Nixon y sus “plomeros”) se da a la tarea de buscar por dónde se filtró el borrador de la opinión de la mayoría en Dobbs v. Jackson Women’s Health Organization, de inmediato surge un mar de interrogantes que amerita urgente precisión:
¿Provee la Constitución federal de forma explícita un derecho a la intimidad que proteja la autonomía decisional de la mujer con respecto a su vida reproductiva?
¿De dónde surge entonces el derecho a la intimidad si la Constitución federal de su faz no lo establece?
¿Y cómo queda el estado de derecho en Puerto Rico si, como se perfila, la más alta curia federal se apresta a revocar Roe?
¿Existe espacio dentro del federalismo jurídico norteamericano para que Puerto Rico, aun a pesar de su condición territorial (y colonial), pueda hacer valer el derecho a la intimidad de la mujer?
Veamos.
Ni tampoco incluyeron entre sus disposiciones el derecho al voto, ni el derecho a la libertad de asociación, ni el derecho a la ciudadanía por nacimiento, ni le concedieron a la judicatura federal el poder de la revisión judicial ni mucho menos soñaron con que la Constitución que ellos mismos promulgaron pudiera algún día prohibir la esclavitud negra de la cual todos ellos era beneficiarios.
En ningún lugar de la Constitución federal se establece que el Congreso cuenta entre sus poderes enumerados con el poder de incorporar un Banco de los Estados Unidos o de crear una fuerza aérea o que el presidente unilateralmente (sin el consejo y consentimiento del Senado) puede dejar sin efecto un tratado.
Y aunque la Constitución, en sus 4,400 palabras, no provee para ninguna de estas cosas, sabemos que cada una de ellas forma hoy parte intrínseca del derecho constitucional norteamericano — que de manera orgánica ha ido evolucionando al calor de la jurisprudencia que el propio Tribunal Supremo ha ido entretejiendo — particularmente a la luz del catecismo de valores que desde la rendición de Robert E. Lee en Appomattox ha ido modelando (con sus luces y sombras) la democracia norteamericana.
Ahora que la máxima curia federal se apresta a descuartizar el derecho a la intimidad de la mujer en lo concerniente a su autonomía sobre su propio cuerpo, para como Poncio Pilato lavarse las manos abandonándolas a la suerte de los estados (algo así como lo que pretendían los confederados del sur con respecto a los esclavos), es preciso señalar que la Constitución federal no requiere que Puerto Rico transite por igual camino.
Nada impide, conforme la doctrina de la factura más ancha, que Puerto Rico bajo su propia Constitución le extienda a la mujer puertorriqueña mayores derechos y protecciones que las que pronto recibirán sus conciudadanas en los Estados Unidos.
Distinto a la Constitución federal, la Constitución de Puerto Rico en la Sección 8 de su Carta de Derechos (Artículo II) nos concede de forma diáfana, explícita y contundente un derecho fundamental a la intimidad — mucho más abarcador que su contraparte federal. (Véase Griswold v. Connecticut, 381 U.S. 479 (1965)). Y es que, en Puerto Rico, tal y como advirtió el entonces juez presidente José Trías Monge en Figueroa Ferrer v. ELA, 107 D.P.R. 250 (1978), “el derecho a la intimidad y la protección extendida a la dignidad del ser humano no son […] entidades errantes en busca de autor o encasillado jurídico. La Constitución las consagra en textos claros.”
Así las cosas, nada ni nadie impide que Puerto Rico, muy a pesar del oscurantismo que hoy se cierne sobre el firmamento federal, se coloque del lado correcto de la historia.