Published in El Nuevo Día: Tribuna invitada on October 16, 2019

Concluida nuestra más reciente peregrinación al Tribunal Supremo se impone la obligación de ponderar con detenimiento, no solo lo que ocurrió allí, sino lo que de allí pueda derivarse de cara al futuro inmediato (y no tan inmediato) de Puerto Rico.

Mucha tinta se ha vertido en los últimos días en la elucubración de teorías y en la concatenación de especulaciones.

Predecir con certeza cómo un tribunal colegiado zarandeado por nueve jueces de distintas persuasiones ideológicas, proponentes a su vez de filosofías jurídicas divergentes, va a resolver un caso es francamente imposible.

Intentar descifrar la postura que asumirá el juez presidente John Roberts o las juezas Elena Kagan, Ruth Bader Ginsburg e inclusive Sonia Sotomayor, y demás magistrados, simplemente en función de las preguntas que hicieron en la vista de argumentación oral es improbable.

Si algo ha demostrado la abultada historia de luces y sombras del más alto foro federal es su volubilidad.

Pocos hubieran podido predecir a finales de 1953 que el ex gobernador republicano de California Earl Warren, nominado por el presidente Dwight Eisenhower, sería quien a ocho meses de su designación fraguaría el consenso dentro del Supremo que desembocaría en el desmantelamiento de la segregación racial en las escuelas públicas. Brown v. Board of Education (1954) es una decisión unánime de la autoría de Warren.

Ni tampoco muchos hubieran imaginado que sería el juez Harry Blackmun, nominado por el presidente Richard Nixon en 1971 precisamente por sus alegadas credenciales conservadoras, quien redactaría la tan mentada opinión en Roe v. Wade (1973), constitucionalizando el derecho a la intimidad de la mujer para tomar sus propias determinaciones con respecto a su autonomía corporal.

Y más recientemente, fue el propio juez presidente Roberts (nominado por el presidente George W. Bush) quien sorprendió a muchos con su validación constitucional del Obamacare en National Federation of Independent Business v. Sebelius (2012), a pesar de su talante conservador.

Lejos de especulaciones, lo que el momento requiere son observaciones fundamentadas.

Y quizás la más pertinente de ellas es que, a los ojos de la mayoría absoluta de los jueces, tal parecería que no existe justificación alguna para que el Supremo entre en el lodazal del status.

El momento más revelador de la vista fue cuando Breyer y Roberts intimaron que revisitar los Casos Insulares era innecesario porque la cláusula de nombramientos de la Constitución federal le aplica a Puerto Rico y, por consiguiente, el único asunto pendiente ante el Supremo es dilucidar si la Junta, por su naturaleza, es una entidad federal o territorial -en cuyo caso habría que revocar al Primer Circuito de Boston porque si no son funcionarios federales la Constitución no requeriría que el nombramiento de sus miembros (o procónsules) pase por el crisol del consejo y consentimiento del Senado federal.

¿Y qué quiere decir todo esto?

Que el Tribunal está buscando una salida pragmática de este rollo.Tanto así, que está dispuesto a decir lo que nunca ha dicho desde que en 1901 comenzaron a resolverse los Casos Insulares: que la Constitución requiere la aplicación a Puerto Rico de la cláusula de nombramientos (primera vez que se plantea la aplicación ex propio vigore a Puerto Rico de una disposición estructural del texto constitucional federal) y que, por consiguiente, la revocación de los Casos Insulares es ya académica.

Parecería que el Supremo ni quiere resquebrajar el complejo entramado de transacciones e intereses billonarios que se ciernen sobre la reestructuración de la quiebra más grande en el mercado de bonos municipales de los Estados Unidos ni mucho menos coger el toro del status por los cuernos.

Más claro no canta un gallo.

¿Y ahora qué?

Ponernos de pie, al unísono, sobre la base de una estrategia política de convergencia y consenso aquí y allá para extirpar esa suprema nube negra a la que se refirió el juez Breyer (véase transcripción pág. 82, línea 14) y que hoy pende como espada de Dámocles sobre la cabeza del pueblo puertorriqueño.

Rafael Cox Alomar

Rafael Cox Alomar