Published in El Nuevo Día: Tribuna invitada on August 16, 2020

A solo horas de que, por mandato expreso del Tribunal Supremo, se reanude el proceso electoral, me parece imprescindible que cobremos consciencia sobre el alto precio que pagaron las generaciones que nos antecedieron para legarnos ese derecho fundamental al voto — hoy ultrajado por la corrupción e incompetencia de algunos desmemoriados.

Y es que a nosotros, los puertorriqueños, nadie nos regaló el derecho al voto.

El derecho al voto de los puertorriqueños costó sangre, trabajo, lágrimas y sudor — en las inmortales palabras de Churchill al asumir la primera magistratura de Inglaterra el 13 de mayo de 1940.

Ni España, primero, ni Estados Unidos, después, nos regalaron el sufragio.

El derecho al voto hubo que arrancárselo de las manos a ambos poderes imperiales.

Desde la fecha misma en que Colón avistó el archipiélago puertorriqueño (19 de noviembre de 1493) hasta la apresurada elección de Ramón Power y Giralt como nuestro diputado a las Cortes de Cádiz en 1810, en Puerto Rico no ocurrió ningún tipo de elección popular.

Inclusive, en la elección de Power únicamente participó un puñado de electores seleccionados de conformidad con la voluntad de las Cortes de Cádiz y no del pueblo puertorriqueño.

La caída del régimen napoleónico en España trajo consigo la vuelta al absolutismo de manos de Fernando VII, y con ello el fin del frágil experimento electoral en Puerto Rico.

Fue precisamente la tozudez de la España de Isabel II y sus espadones (los generales Baldomero Espartero y Ramón María Narváez), el caldo de cultivo que llevó a la gesta de Lares en 1868.

Los patriotas de Lares estaban claros que se hacía imprescindible recabar del reino español, aunque fuera a sangre y a fuego, el derecho inalienable a elegir nuestras autoridades.

Ahí que el inmarcesible Ramón Emeterio Betances incluyera entre sus “Diez Mandamientos de los Hombres Libres” el derecho al voto — entonces vedado a los puertorriqueños.

Y aunque Lares, a diferencia de Yara en Cuba, no encendió la manigua puertorriqueña sí desembocó en el frágil experimento electoral de 1870 — cuando desafiando la voluntad del temible gobernador español José Laureano Sanz el pueblo de Puerto Rico (específicamente el limitado grupo de electores hábiles de la región comprendida por Ponce y Mayagüez) envía a las Cortes de Madrid al apóstol del autonomismo Román Baldorioty de Castro — quien desde allí luchó sin descanso por la abolición de la esclavitud aún vigente en Puerto Rico.

La estrepitosa implosión de la primera república española en enero de 1874 y la vuelta al autoritarismo bajo la Constitución de 1876 echó por tierra las ilusiones electorales que algunos en la isla albergaban.

Inclusive bajo la tan celebrada Carta Autonómica de 1897, el marco electoral puertorriqueño continuó bajo el férreo control de Madrid.

Aun así, la invasión de 1898 constituyó un grave retroceso.

Bajo la bota del general George Davis se limitó aún más la franquicia electoral — limitada exclusivamente a hombres mayores de edad que pagaran contribuciones.

Y ni hablar del sufragio universal y del voto de la mujer — que no llegó hasta 1929 conforme legislación local y que no se ejerció hasta la elección de 1932.

De ahí que los arquitectos de nuestra Constitución, a la luz de las más esclarecidas corrientes ideológicas de la posguerra (preconizadas en la Declaración Universal de Naciones Unidas sobre Derechos Humanos de 1948), hicieran lo que sus contrapartes de Filadelfia no pudieron ni quisieron hacer: constitucionalizar el derecho de nuestro pueblo al voto universal, igual, directo y secreto.

Tal lenguaje no solamente estuvo ausente de la Ley Foraker y de la Ley Jones, sino que permanece ausente de la Constitución de los Estados Unidos.

Y ese sagrado derecho no se lo debemos a ningún procónsul imperial ni a ningún partido político; se lo debemos al arrojo colectivo de un pueblo que muy a pesar del coloniaje, del cunerismo, de la extorsión, de la maldad, de la avaricia y de la piratería partidista ha sabido erguirse y combatir.

Por eso mismo es que tenemos que salir a votar con todas nuestras fuerzas.

Contra la incompetencia y la corrupción.

De frente y con fuerza.

Rafael Cox Alomar

Rafael Cox Alomar