Published in El Nuevo Día: Tribuna invitada on September 20, 2020

El cáncer de páncreas le ha puesto fin a la vida de una de las luminarias más brillantes del firmamento jurídico norteamericano.

Y es que la muerte de la jueza Ginsbug trae a la memoria las palabras que pronunció el secretario de la guerra Edwin Stanton al momento del deceso de Abraham Lincoln, cuando dijo que el presidente ahora pertenecía a la eternidad (now he belongs to the ages).

La trayectoria de Ginsburg hacia esa misma eternidad dio inicio el 15 de marzo de 1933 cuando vio la luz primera en Brooklyn en el seno de un hogar judío.

Huérfana de madre a los 17 años, Ginsburg completó su bachillerato en Cornell en 1954 e inmediatamente comenzó sus estudios de Derecho en Harvard en 1956 – donde era una de nueve mujeres en su clase.

Al año siguiente se transfiere a la Facultad de Derecho de Columbia, toda vez su marido (quien también era abogado) había recibido una oferta de empleo en Nueva York.

En Columbia se recibe de abogada en 1959, figurando primera en su clase.

Aun así, ningún bufete de la ciudad le ofrece empleo y cuando el entonces decano de Derecho de Harvard, Erwin Griswold, llamó al juez asociado del Tribunal Supremo Felix Frankfurter para recomendarle que contratra a Ginsburg como oficial jurídico, Frankfurter se negó – aduciendo que no estaba preparado para reclutar a una mujer.

De ahí que Ginsburg se decantara por el mundo de la academia legal, accediendo a la cátedra de Derecho en Rutgers y luego en Columbia.

Nominada por el presidente Jimmy Carter en 1980 al Tribunal de Apelaciones para el Circuito del Distrito de Columbia, Ginsburg reemplazó en 1993 al saliente juez Byron White a instancias del presidente Clinton luego de pasar el crisol del Senado federal en una votación de 96-3.

¿Y dónde radica la grandeza de Ginsburg como jurista?

En la coherencia y solvencia intelectual de sus opiniones – siempre ancladas a una esclarecida brújula moral.

La huella de Ginsburg queda al descubierto en las zonas más delicadas del Derecho Constitucional federal.

Durante el presente término del Supremo (que dio inicio el 7 de octubre de 2019 y habrá de concluir el próximo 4 de octubre de 2020) el voto de la jueza Ginsburg resultó decisivo en decisiones que el Supremo resolvió 5 a 4 en donde estaban en juego los más fundamentales derechos constitucionales.

Ahí June Medical Servies v. Russo que hubiera desmantelado algunas de las más importantes conquistas de la mujer en el ámbito de sus derechos reproductivos; Department of Homeland Security v. Regents of the University of California que hubiera viabilizado la indiscriminada deportación en masa de 700,000 indocumentados tal como lo pedía Trump; Bostock v. Clayton County, en donde se amplió decisivamente la protección del Título VII a importantes estamentos de la comunidad LGBTQ; McGirt v. Oklahoma en donde sin el voto de Ginsburg se hubiera hecho añicos la poca autonomía que aún le asiste a las tribus indias.

Sin la jueza Ginsburg, la minoría liberal en el Supremo se diluirá a menos que en algunos asuntos neurálgicos el juez presidente Roberts y el juez asociado Gorsuch hagan causa común con los jueces Breyer, Kagan y Sotomayor.

Es un escenario sumamente incierto el que se nos avecina.

¿Y mientras qué?

Arderá Troya.

Pero en el interín, bien harían los jueces del Supremo federal en recordar las iluminadoras palabras de la jueza Ginsburg quien en 2005 al pronunciarse ante la Asociación Americana de Derecho Internacional sentenció: “la Constitución ha de interpretarse, no sujeta a los anticuados supuestos del mundo dieciochesco, sino conforme la indeclinable realidad de que pertenecemos al mundo global del siglo 21”.

Rafael Cox Alomar

Rafael Cox Alomar