Puerto Rico ante el foro internacional
La Asamblea General de las Naciones Unidas está en la obligación de elevar el caso a la Corte Internacional de Justicia
La crisis puertorriqueña trae consigo hondas implicaciones globales, y su solución requerirá de la intervención estratégica y concertada de la comunidad internacional.
La reciente e histórica admisión de la administración Obama ante el Tribunal Supremo de los Estados Unidos, a los efectos de que Puerto Rico sigue siendo una colonia o territorio no incorporado de la Unión sujeto a los poderes plenarios u omnímodos del Congreso no sólo defenestró la vieja mitología de que Puerto Rico a raíz del establecimiento en 1952 del Estado Libre Asociado había alcanzado “una nueva dimensión en el federalismo norteamericano,” sino que además dejó al desnudo la farsa jurídica que por más de seis décadas Washington le ha hecho creer al mundo.
Cuando este pasado 13 de enero la procuradora general auxiliar de los Estados Unidos, compareció al Tribunal Supremo a nombre de la Casa Blanca, en ocasión de la audiencia oral del caso Puerto Rico v. Luis Sánchez Valle, argumentando que efectivamente Puerto Rico continúa siendo una colonia, atrás quedaron desmentidas todas las representaciones que la delegación norteamericana ante Naciones Unidas en tiempos de Eisenhower había hecho para lograr que la Asamblea General aprobara el 28 de noviembre de 1953 la Resolución 748 (en votación de 26 a favor, 16 en contra y 18 abstenidos) bajo la cual se removió a Puerto Rico del listado de colonias, y por consiguiente se eximió a Washington de la obligación que la Carta de Naciones Unidas (Artículo 73(e))le imponía de rendir informes periódicos al secretario general sobre la condición política de la más pequeña de las Antillas españolas.
El cálculo geopolítico de Washington, entonces matizado por la Guerra de Corea, y el surgimiento de un nuevo expansionismo militarista en Moscú como corolario de la toma del Kremlin por parte de Khrushchev, dictaba cubrir la innoble realidad colonial de su posesión caribeña bajo un manto de alegada legitimidad internacional. Para ello era imprescindible urdir una narrativa descolonizadora apócrifa con tal de recabar las simpatías y lealtades de aquellas jóvenes naciones del mundo en desarrollo, particularmente en Asia y África, que entonces iban surgiendo de las cenizas de la Segunda Guerra Mundial. Y dentro de ese entramado de imperativos geopolíticos, al Estado Libre Asociado de Puerto Rico se le describía desde Washington como “el laboratorio de la democracia latinoamericana.”
Hoy sabemos, por voz de la administración Obama, que la fantasía del Camelot puertorriqueño nunca existió.
Y mientras, por un lado, Washington finalmente admitió su condición de poder colonial, por el otro no hace nada para cumplir con la obligación jurídica que le impone el Derecho Internacional de descolonizar a Puerto Rico; particularmente cuando tan reciente como el 6 de noviembre de 2012 el 54% del electorado puertorriqueño rechazó contundentemente la actual condición de subordinación colonial de la isla y el secretario general Ban Ki-moon anunció desde Managua hace apenas 10 meses que la erradicación del colonialismo constituye hoy uno de los objetivos más apremiantes de la agenda política de Naciones Unidas de cara al 2020.
Hoy cuando los Estados Unidos se encuentran en abierta violación, por admisión propia, de los Artículos 2, 55 y 56 de la Carta de Naciones Unidas (ratificada por el Senado el 28 de julio de 1945); al igual que de las Secciones 1(1) y 1(3) de la Convención Internacional de Derechos Civiles y Políticos (ratificada por el Senado el 8 de junio de 1992) y luego de 4 décadas de resoluciones anodinas por parte del Comité Especial de Descolonización, se hace impostergable que la Asamblea General de Naciones Unidas asuma su responsabilidad moral para con el pueblo puertorriqueño.
Distinto a lo que algunas voces puedan sugerir, la alegada no autoejecutabilidad de la Convención Internacional de Derechos Civiles y Políticos con respecto a los tribunales domésticos norteamericanos no exime a las ramas políticas en Washington de su obligación internacional.
La estrategia, no obstante, no puede ser la reinscripción indefinida de Puerto Rico en el listado de colonias de Naciones Unidas. El modelo de Nueva Caledonia y la Polinesia francesa, ambas reinsertadas en el listado de colonias en 1986 y 2013, respectivamente, no es opción para Puerto Rico.
La Asamblea General está en la obligación de elevar el caso de Puerto Rico a la Corte Internacional de Justicia para que el máximo órgano jurídico de Naciones Unidas, conforme su autoridad para emitir opiniones consultivas (dado que Puerto Rico por su condición colonial no tiene legitimación activa para iniciar una acción legal en ese foro y que Washington revocó en 1986 su consentimiento para reconocer la jurisdicción compulsoria de La Haya sobre procedimientos contenciosos) contribuya a apuntalar el rumbo de la descolonización puertorriqueña — rumbo que aunque complejo e incierto hoy más que nunca requiere de la forja de una opinión pública internacional que en el descargue de su alta responsabilidad moral le potencie hacia el futuro.