Published in El Nuevo Día: Tribuna invitada on October 24, 2021

Y mientras desde el corazón del Caribe nos llega la noticia de que la vecina Barbados ha decidido culminar su proceso de descolonización cercenando el vínculo que aún la unía a la Corona británica, sustituyendo a la reina Isabel II por una presidenta isleña (Sandra Mason) quien a partir del 30 de noviembre fungirá como nueva jefa de estado, en Puerto Rico aún seguimos empantanados en la colonia a la merced de un gobierno pusilánime que le ha dado rienda suelta con fondos públicos al circo de los cabilderos de la estadidad y de paso ha resucitado políticamente a Ricardo Rosselló.

Para aquilatar en su justa dimensión la estafa colosal al erario que representan estos cabilderos a sueldo, es imprescindible acudir a los anales de nuestra propia historia (tamaña tarea en un país como el nuestro que adolece de amnesia histórica).

Ricardo Rosselló, Melinda Romero, María "Mayita" Meléndez
Si aquellos con nada lograron todo, y estos con todo no van a lograr nada: ¿se justifica la inversión de fondos públicos? ¿Acaso esta estafa contra el erario persigue un ‘fin público’?, escribe Rafael Cox Alomar. (Captura )

Fue así como en días recientes me sumergí en el extenso epistolario de José Gómez Brioso, Rosendo Matienzo Cintrón, Federico Degetau y Luis Muñoz Rivera, quienes el 16 de septiembre de 1896 zarparon (sin pasaje de regreso) hacia España en calidad de comisionados del entonces Partido Autonomista en busca de un régimen autonómico que le pusiera fin al asfixiante régimen colonial que Puerto Rico venía sufriendo desde el inicio de la colonización española a manos de Juan Ponce de León.

¡Qué distintos aquellos patriotas de los farsantes de hoy!

La comparación es grotesca, pero a este país hay que refrescarle la memoria.

Aquellos patriotas no andaban pensando en salarios, ni en gastos de representación ni en reembolsos ni en títulos rimbombantes y ostentosos (como “shadow senators”). Jamás se les hubiera ni siquiera ocurrido plantear tales consideraciones como cuestión de dignidad y patriotismo. De hecho, pasaron serias dificultades económicas toda vez que se vieron en la obligación de suspender sus faenas profesionales (tal fue el caso, por ejemplo, del doctor Gómez Brioso y su práctica médica) y dedicarse de lleno a concertar alianzas e inteligencias con las fuerzas políticas españolas de entonces. Sobrevivían de lo poco que José Celso Barbosa lograba recolectar en Puerto Rico de los distintos comités municipales del Partido Autonomista.

Ninguno de ellos contaba con computadoras, correos electrónicos, teléfonos móviles, WhatsApp, Facetime, ATH móvil, tarjetas de crédito, ni ninguna otra herramienta tecnológica que no fuera su inteligencia, su pluma, su disciplina y su compromiso patriótico (e inmarcesible) con Puerto Rico.

Tampoco existían los vuelos directos a Madrid, como los hay hoy que salen de noche de Puerto Rico y en la mañana ya se está en suelo español.

Aquellos comisionados autonomistas, dejando a sus familias atrás y sin saber cuándo alcanzarían a verlas nuevamente, salieron por la boca del Morro de noche y a remo hasta llegar al vapor Alfonso XII — embarcación aquella cundida de viruela, de soldados españoles moribundos y malheridos en la manigua cubana y de altos oficiales del ejército español ensañados contra los comisionados puertorriqueños a quienes tachaban de separatistas y traidores e inclusive amenazaron veladamente con tirarlos al mar.

Al llegar al puerto de la Coruña, el 25 de septiembre de 1896, emprendieron tortuoso viaje por tierra — haciendo paradas en León y Oviedo (reuniéndose allí con Rafael María de Labra) — hasta llegar a Madrid el 6 de octubre.

¿Sobrevivirían los cabilderos de hoy una travesía como aquella? La contestación la dejo a su imaginación.

Pero aun a pesar de todas sus carencias económicas y tecnológicas, los comisionados autonomistas lograron lo que ninguna otra generación de puertorriqueños ha logrado. Un régimen autonómico genuinamente bilateral conforme el cual se reconoció por vez primera la personalidad internacional de Puerto Rico y su poder para actuar con soltura en el concierto de naciones. (Véase la Carta Autonómica de 1897).

Distinto a los cabilderos de hoy, quienes admiten que se les hace difícil conseguir audiencias en el Congreso (¿por qué será?), los comisionados puertorriqueños de 1896 gozaban del respeto de la clase política española de entonces. Durante los cuatro meses que estuvieron instalados en una pensión de la calle Mayor Número 23 (a pasos de la Puerta del Sol) intimaron de forma repetida, constante y directa con los principales personajes políticos de España: Antonio Cánovas del Castillo (entonces presidente del Consejo de Ministros), Práxedes Mateo Sagasta (expresidente y líder del Partido Liberal Fusionista), Tomás Castellanos (Ministro de Ultramar), Antonio Maura (exministro de Ultramar), Segismundo Moret (exministro de Ultramar), Nicolás Salmerón, Estalisnao Figueras y Francisco Pi y Margall (estos últimos expresidentes de la primera república española), entre muchos otros.

Más aun, durante su estancia en Madrid, los escritos de los comisionados puertorriqueños aparecían en algunos de los principales periódicos de la España de fin de siglo. (¿Han escrito algo los cabilderos de nuevo cuño? La contestación la vuelvo a dejar a su imaginación).

Y si aquellos con nada lograron todo, y estos con todo no van a lograr nada: ¿se justifica la inversión de fondos públicos? ¿Acaso esta estafa contra el erario persigue un “fin público” tal y como requiere la Sección 9 del Artículo VI de nuestra Constitución?

Obviamente no.

El problema es que el Tribunal Supremo de Puerto Rico aparenta pensar lo contrario.

Sobre la distorsión del texto y espíritu de nuestra Constitución, en lo concerniente a esta farsa, conversaremos en una próxima columna.

Rafael Cox Alomar

Rafael Cox Alomar