Las súbitas, inesperadas y desesperadas declaraciones públicas del presidente argentino Mauricio Macri rogándole abiertamente al Fondo Monetario Internacional que le adelantara con carácter de urgencia $50,000 millones para evitar el default y así cumplir con los vencimientos de deuda que se avecinan, de cerca de $44,000 millones (entre capital e intereses), destaparon nuevamente la eterna crisis argentina.

Y es que desde su primer default en 1827, pasando por las crisis e impagos de 1890, 1957, 1982, 1989 y 2001, Argentina siempre ha adolecido de dos graves males que, a grandes rasgos, han marcado de forma indeleble su trayectoria tanto económica como política. Y me refiero al inmisericorde flagelo de la inflación (que al finalizar el gobierno de Raúl Alfonsín rebasó el 400%) y al germen corrosivo del déficit fiscal. Ha sido la concatenación de esos dos ingredientes, de la mano de otros igualmente perniciosos, los que a grandes rasgos han creado el caldo de cultivo de sus más graves colapsos financieros.

En esta ocasión, no obstante, el escenario argentino exhibe complicaciones adicionales dentro de un escenario internacional sumamente volátil que Macri y su equipo económico no alcanzaron entender ni mucho menos esquivar a tiempo.

¿Y cuál era la estrategia de Macri? Regresar a los mercados de capital para nuevamente tomar prestado en dólares a tasas de interés relativamente bajas para de esa manera financiar muchos de los programas sociales de su antecesora, a la vez que ponía énfasis en la promoción de las exportaciones a través del sector agroalimentario colocando esas exportaciones mayormente en China y dejaba sin efecto el control de cambio impuesto desde los tiempos de Néstor Kirchner. ¿Y qué pasó? Que durante los pasados tres años Argentina ya ha acumulado sobre $80,000 millones en deuda nueva. Que hoy es el país emergente que más deuda ha emitido desde el 2015 (por encima de Corea, China y México) y que francamente no tiene con qué pagar. Pasó lo de siempre. Reventó la burbuja.

Subió el precio internacional del petróleo, se hizo más caro comprar combustible. Washington aumentó las tasas de interés con lo cual los fondos de inversión comenzaron a mover su dinero hacia los Estados Unidos dejando atrás a Argentina, Brasil, Turquía, Sudáfrica e India, entre otros. Se contrajo el mercado agroalimentario a nivel global como consecuencia de la desaceleración de la economía china y sus déficits fiscales. Se recrudeció una de las sequías más áridas en la historia reciente argentina que ha puesto en jaque a su sector exportador. Y, a la luz de todo lo anterior, comenzó la imparable devaluación del peso argentino. Cuando empezó el año el cambio era de $1 dólar por 17 pesos argentinos y ahora es de $1 dólar por 40 pesos argentinos. No sorprende entonces que la tasa de interés en Argentina hoy ronda el 60%. Y con la devaluación del peso se ha disparado la inflación, lo que empobrece aún más a la población y hacevirtualmente imposible que el gobierno pueda eliminar el déficit fiscal, cuando con la devaluación al gobierno ahora se le hará mucho más costoso el servicio de la deuda.

Lo de Macri, quien el año que viene se juega su reelección, es sin dudas un grito desesperado.

Para Puerto Rico, no obstante, el más reciente episodio de la eterna crisis argentina debe servir de elocuente recordatorio de que de nada sirve salir pasajeramente de la crisis para volver a caer en el hoyo. Que la meta debe ser salir para siempre del lodazal en que estamos. Que si seguimos perdiendo el tiempo con las mismas luchas políticas chiquitas de siempre, en la inacabable pelea por las candidaturas, y sin concretar una estrategia de desarrollo económico con la cual diversificar y potenciar nuestra economía (que es lo que le falta a Argentina) y enderezar el rumbo sobre la base de la sustentabilidad y la autosuficiencia, caeremos nosotros también en el azaroso ciclo de la crisis que se repite.

Published in El Nuevo Día: Tribuna invitada on September 15, 2018.

Rafael Cox Alomar

Rafael Cox Alomar