Published in El Nuevo Día: Tribuna invitada on March 2, 2020

No satisfecho con su burdo intento de manosear el Código Civil a espaldas del país y sin la celebración de vistas públicas, el presidente del Senado, con la irresponsable complicidad de su caucus, ahora se apresta a descuartizar sin el más mínimo rubor la ley electoral vigente para abrirle las puertas de par en par al caos y al fraude.

No existe cosa más dañina para la democracia que un ordenamiento electoral amañado, producto de la majadería y el oportunismo partidista.

Hoy cuando en Estados Unidos se libra una batalla contra la intervención fraudulenta de Vladimir Putin y sus ciberpiratas rusos en las elecciones presidenciales, y mientras congresistas demócratas y republicanos buscan fortalecer los sistemas electorales de los 50 estados, aquí una trulla de politiqueros pretende, sin consenso alguno y contra toda moral, ultrajar a solo meses de las elecciones generales nuestro código electoral.

Embriagados de poder, y desconociendo los valores que inspiraron las conquistas del verano del 19, el presidente senatorial y sus achichincles en el caucus penepé a todas luces desconocen lo que le costó al país llegar a tener un código electoral propio; articulado sobre el consenso entre todas nuestras fuerzas políticas.

Ni bajo la constitución española de 1876, ni inclusive bajo la Carta Autonómica de 1897, Puerto Rico tuvo control alguno sobre su ordenamiento electoral. La normativa electoral aplicable a Puerto Rico siempre estuvo en manos del Ministerio de Ultramar y, en última instancia, de las Cortes en Madrid.

La invasión americana no alteró tal escenario.

La ley Foraker le delegó de forma exclusiva al consejo ejecutivo (dominado por los invasores) todo lo concerniente a las reglas electorales; de ahí que José de Diego y Manuel Camuñas renunciaran en protesta de aquel cuerpo, insatisfechos con su manejo irregular de la cosa electoral.

La ley electoral de 1906, aprobada por una cámara de delegados maniatada por un consejo ejecutivo dominado por el gobernador Beekman Winthrop (de triste recordación) y el Departamento de la Guerra en Washington, poco hizo para inyectarle confianza al proceso electoral puertorriqueño.

Trece años más tarde, en 1919, en tiempos de la ley Jones, la nueva asamblea legislativa (con Senado propio) aprobó una nueva ley electoral; estableciendo organismos electorales con visos de cierta independencia de los partidos políticos de entonces.

Ya en 1928 y 1929 se vuelve a enmendar la ley electoral, no para arrebatar derechos, sino para concederlos; se le reconoció el derecho a competir a los candidatos independientes y, finalmente, se le concedió el sufragio universal a la mujer puertorriqueña.

La inauguración de nuestra Constitución en 1952 requirió, además, volver a enmendar la ley electoral de entonces, a los efectos de incluir allí las garantías que ahora, por mandato constitucional (artículo III, sección 7), se hacían extensivas a los partidos minoritarios.

Entronizado el bipartidismo, a mediados de los años setenta, el ordenamiento electoral siguió evolucionando; siempre sobre la base del consenso político, la transparencia y con celoso apego a la normativa constitucional aplicable.

Si sobrevivimos las crisis electorales de 1980 y 2004 fue precisamente por la vitalidad y agilidad de un ordenamiento electoral sobre el que todos los actores políticos tenían confianza.

Hoy el escenario es otro.

¿Y qué pretende la turba senatorial? 

Poner al pleno del Tribunal Supremo (controlado por los jueces nombrados por Luis Fortuño) a nombrar al presidente de la Comisión Estatal de Elecciones, en desafiante violación a la separación de poderes; hacer más fácil el fraude con respecto al voto encamado y al voto ausente; mantener el voto electrónico pero sin mecanismos de cotejo para detectar fraude; eliminar por legislación (cosa que en si es inconstitucional) lo resuelto por el Supremo en toda una serie de casos históricos que establecieron que el principio rector que siempre debe guiar el escrutinio electoral es la intención del elector. Tamaña puñalada a nuestra frágil democracia.

Gobernadora no se deje. Abra los ojos. Detenga con su veto este ultraje. 

Por Puerto Rico.

Rafael Cox Alomar

Rafael Cox Alomar