Published in El Nuevo Día: Tribuna invitada on June 2, 2020

Pasó lo que todos esperábamos. ¿Y qué fue lo que pasó? Que el Tribunal Supremo de los Estados Unidos, unánimemente y por voz del juez Stephen Breyer, acaba de revocar al Tribunal de Apelaciones para el Primer Circuito en los casos sobre la constitucionalidad del mecanismo de nombramientos que establece Promesa para los integrantes de la Junta de Control Fiscal.

¿Y por qué?

Porque, a diferencia de Boston, entiende que los nombramientos hechos por el presidente Obama a la Junta en 2016 fueron tramitados conforme la Constitución federal – cuya cláusula de nombramientos (ahora sabemos) no requiere que funcionarios eminentemente territoriales pasen por el crisol del consejo y consentimiento en el Senado federal.

Como cuestión de realidad, lo importante de la decisión de Aurelius no es únicamente lo que allí específicamente se resuelve sino lo que nos deja entrever; un Tribunal Supremo en negación, renuente a quitarse las vendas de los ojos con tal de no ver el elefante rosado que tiene en las propias narices.

¿Y cuál es ese elefante rosado?

El más despreciable coloniaje.

Increíblemente el propio juez Breyer (otrora paladín de la teoría del pacto cuando desde el Circuito escribió Córdova & Simonpietri v. Chase) se pierde en su propio laberinto de palabras (como intima la jueza Sonia Sotomayor).

Breyer, por una parte, sostiene que la cláusula territorial no exime al Congreso y al presidente de sus obligaciones constitucionales bajo la cláusula de nombramientos.

Así las cosas, Breyer concluye que los funcionarios federales con responsabilidades territoriales necesariamente tienen que pasar por el consejo y consentimiento del Senado.

No obstante, al momento de aplicarle a Puerto Rico la doctrina constitucional que él mismo va urdiendo en su opinión, el juez Breyer sucumbe lastimosamente ante las elucubraciones jurídicas de corte imperialista del procurador general de la administración Trump (véase petición de certiorari de Noel J. Francisco) cimentadas en los impresentables y malolientes casos insulares (aún vigentes en toda su crudeza).

Y es que Breyer, muy a pesar de sí mismo, concluye que los miembros de la Junta no son funcionarios federales (a pesar de que fueron impuestos por las ramas políticas del gobierno federal en Washington), sino territoriales y que, por consiguiente, no requieren del consejo y consentimiento del Senado para tomar posesión de sus cargos.

Y aunque el propio Breyer lo niega vehementemente en su opinión, la realidad es que lo que está detrás de la decisión del Supremo en Aurelius es precisamente el fantasma de los casos insulares.

¿Dónde?

En todas partes.

Nuevamente el Supremo rehúsa extenderle a Puerto Rico ninguna de las disposiciones estructurales de la Constitución federal. (Nótese que el Supremo ha rehusado decidir si a Puerto Rico le aplican las garantías de la undécima enmienda; que no hizo extensiva a Puerto Rico la cláusula de extradición cuyas disposiciones aquí aplican por mandato congresional; y que la aplicación de la cláusula de comercio aquí también se da por fíat congresional, aunque de todos modos sus restricciones serían de estricta aplicación bajo la cláusula territorial).

El Supremo, en su aplicación de la normativa que anuncia en Aurelius, le niega a Puerto Rico la garantía de la separación de poderes que emana de la cláusula de nombramientos y que, a su vez, constituye piedra angular del experimento constitucional confeccionado en Filadelfia en 1787.

Por tanto, la tesis del juez Edward White (autor intelectual del concepto del territorio no incorporado) adoptada por el Supremo al resolver Downes v. Bidwell y el resto de los casos insulares, sigue tan vigente hoy como en 1901.

Ahí la pertinencia de las concurrencias (que parecen más disidencias) de los jueces Clarence Thomas y Sonia Sotomayor.

Thomas, directo al hígado, sugiere que los poderes omnímodos del Congreso bajo la cláusula territorial difícilmente conocen límites.

Mientras que la jueza Sotomayor con su iluminadora, a la vez que provocadora, opinión ha puesto el dedo en la llaga.

El desafío del pueblo de Puerto Rico es uno eminentemente político, no jurídico.

Rafael Cox Alomar

Rafael Cox Alomar