Published at El Nuevo Día March 12 2024

El abrupto e inesperado aterrizaje en Puerto Rico de Ariel Henry, el acorralado primer ministro (interino) de Haití, es el recordatorio más elocuente del infierno por el que continúa atravesando el sufrido pueblo haitiano.

No es la primera vez que Puerto Rico, por designio de Washington, hace las veces de refugio diplomático, acogiendo en su suelo a figuras políticas caribeñas expulsadas de sus países de origen. Ahí el caso de Cipriano Castro de Venezuela derrocado de la presidencia venezolana en 1908 por el general Juan Vicente Gómez y quien residió hasta su muerte en Santurce. El caso de Joaquín Balaguer, entonces presidente de la República Dominicana y quien tras el asesinato de Rafael Leónidas Trujillo (y a petición de Kennedy) huyó de Santo Domingo en 1962 para refugiarse en Puerto Rico. 

Ahí el caso de su archirrival político, Juan Bosch, a la sazón recién electo presidente de la república vecina y quien en septiembre de 1963 fue víctima de un terrible golpe de estado. A Bosch lo socorrió Muñoz Marín, otorgándole asilo aquí (con la venia de Kennedy claro está). Por aquí también pasó Carlos Prío Socarrás, quien en marzo de 1952 salió por la fuerza de las armas de la presidencia de Cuba víctima de un golpe de estado militar a manos de Fulgencio Batista. Sin olvidar al expresidente venezolano Rómulo Betancourt, quien en 1954 también se refugió en Puerto Rico luego que fuera expulsado de Caracas por una junta militar. Y ahora nos llega Henry sin ser invitado.

¿Y por qué cogió para acá? Porque cuando intentó aterrizar en Puerto Príncipe, las gangas mafiosas que controlan las calles de la capital haitiana (y que le han puesto precio a su cabeza) le entraron a tiros al avión que lo traía de vuelta de su viaje a Nairobi.

¿Y qué hacía Henry por Kenya? Firmando un acuerdo con el gobierno del presidente Ruto para poner en efecto la resolución del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas autorizando el traslado de tropas kenianas a Haití para acabar con las gangas y su principal cabecilla, el temible Jimmy “Barbecue”.

¿Y cómo compara esta crisis con las anteriores? ¿Cuál es el problema con Haití que siempre está en crisis? ¿Tiene remedio o es una causa perdida?

Comprender la intermitente madeja de noticias que nos llegan de Puerto Príncipe, requiere intentar hacer lo que con éxito logró Albert Camus con sus “Crónicas argelinas” en el momento más álgido de la lucha de Argelia por su independencia de Francia. Requiere, pues, acudir a la historia.

El encarcelamiento (por orden de Napoleón) y muerte de Toussaint L’Overture en una fría cárcel francesa en 1803, el asesinato en 1806 de Jean-Jacques Dessalines (sucesor de L’Overture), las sucesivas derrotas militares de Haití (1844-1856) a manos de la recién liberada República Dominicana (colonia haitiana entre 1822 y 1844), los sangrientos golpes de estado a lo interno de las estructuras políticas haitianas durante la última mitad de Siglo 19 (algunos de los cuales se discuten en el rico epistolario de Betances, quien residió en Jacmel entre 1870 y 1872), la bancarrota de 1915, la invasión y ocupación norteamericana de ese mismo año por orden del presidente Wilson (que duró hasta 1934), el golpe de estado militar de 1946 que sacó a Élie Lescot del poder, la huelga de 1956 y la toma del poder al año siguiente de François Duvalier, el régimen del terror de los tontons macoutes, la expulsión de Jean-Claude Duvalier en 1986, el golpe de estado en 1991 contra Jean Bertrand Aristide y su restauración (por designio de Washington) en 1994, fueron todos estos conflictos muy distintos a los que hoy enfrenta Haití.

En Haití hoy quien controla el espacio público ya no es el ejército, la Policía, las iglesias, las academias, los gremios económicos u oligárquicos. Son los elementos criminales más truculentos quienes se han hecho con el más absoluto poder. Ahí el desafío de los haitianos de bien. Y es que rescatar el proyecto político por el que ofrendaron su vida los “jacobinos negros” (en palabras del trinitense CLR James) inevitablemente costará sangre y fuego.

Rafael Cox Alomar

Rafael Cox Alomar