¿El fin de Roe v. Wade?
De todos los desafíos que hoy se yerguen sobre Joe Biden ninguno — ni siquiera el estallido de violencia en el estrecho de Gaza — es tan complejo como el que hoy se cuece a lo interno del Tribunal Supremo federal.
Y es que la nueva mayoría dentro del Supremo, como cuestión de filosofía política y doctrina jurídica, exhibe gran resistencia a los valores que informan al presidente y a la mayoría del electorado americano no simplemente con respecto a la estructuración del federalismo (en lo concerniente a la separación de poderes y a la compleja relación entre los estados y el gobierno federal) sino más grave aún, sobre la naturaleza misma de los derechos fundamentales del individuo según protegidos por la Constitución federal.
Peor aún, existen voces dentro de la recién reconstituida Corte Roberts que andan buscando activamente la oportunidad para desmantelar algunas de las más caras conquistas alcanzadas por el pueblo americano en lo relativo al derecho a la intimidad — derecho este (distinto al caso de Puerto Rico) no explícitamente enumerado en la Carta de Derechos federal pero que discurre de forma implícita por los intersticios del texto constitucional tal y como resolvió el juez William Douglas en Griswold v. Connecticut, 381 U.S. 479 (1965).
Con los nombramientos de los jueces asociados Neil Gorsuch, Brett Kavanaugh y Amy Coney Barrett, el expresidente Trump logró reconfigurar el balance ideológico dentro del Tribunal Supremo.
Desde Ronald Reagan para acá, ningún presidente ha logrado colocar mayor número de jueces en el Supremo que Donald Trump — a pesar de haber sido este un presidente de un solo término. De hecho, Trump ha sido el presidente de un término que más nombramientos al Supremo ha hecho desde los tiempos de Herbert Hoover (1929-1933), quien nominó a cuatro, incluyendo al juez presidente Charles Evan Hughes en 1930.
Con la expedición del recurso de certiorari, el pasado 17 de mayo, en el caso de Dobbs v. Jackson Women’s Health Organization la batalla a lo interno del Supremo por la supervivencia del derecho de la mujer a su autonomía reproductiva(corolario del derecho fundamental a la intimidad) está desde ya casada.
Este caso proviene de Mississippi, en donde en 2018 se pasó legislación local que prohibe el aborto después de las primeras 15 semanas de embarazo, (a menos que no medie una emergencia médica que ponga en riesgo la vida de la madre o algún defecto fatal que haga del feto inviable al nacer).
Es evidente que, tal y como resolvió la Corte de Apelaciones para el Quinto Circuito, esta ley es a todas luces inconstitucional, porque no se corresponde con la normativa que el propio Supremo (en otra época) estableció en Roe v. Wade, 410 U.S. 113 (1973) y Planned Parenthood v. Casey, 505 U.S. 833 (1992).
Conforme el estado de derecho actual, ningún estado goza de autoridad para “prohibir” el derecho al aborto en las etapas tempranas del embarazo cuando el feto aún no ha alcanzado la capacidad de ser viable fuera del útero materno. Lejos de “prohibir”, los estados sí pueden “reglamentar” en esta etapa con el fin de salvaguardar la integridad del procedimiento médico siempre y cuando tales reglamentaciones no constituyan impedimentos irrazonables contra el derecho fundamental que le asiste a la mujer de practicarse un aborto.
Y aunque en su petición de certiorari Mississippi no se atrevió a solicitar explícitamente la revocación de Roe y Casey, lo que le está solicitando al Supremo (si así el tribunal se lo concediera) defenestraría irreversiblemente el estado de derecho de hoy y con ello el derecho a la intimidad reproductiva de la mujer — abriéndole las puertas a los políticos y politiqueros en cada uno de los 50 estados y territorios para que jueguen a la política con las zonas más delicadas de la dignidad humana.
Así las cosas, la crisis que enfrenta hoy Biden es muy distinta a la que confrontó Franklin Delano Roosevelt durante su segundo mandato, cuando el presidente, acorralado por un Supremo conservador abrazado a la doctrina del laissez faire económico, urdió un plan para aumentar desde el Congreso el número de jueces ideológicamente afines a su Nuevo Trato.
Aquella crisis fue grave. La de hoy, sin embargo, es mucho peor.
Y es mucho peor porque ya no se trata de una mera diferencia de criterio sobre el alcance de los poderes constitucionales que le asisten al Congreso para reactivar una economía sumida en un periodo sostenido de contracción económica, de lo que se trata aquí es de una agenda para desmantelar zonas vitales del derecho a la intimidad y a la dignidad humana — retrotrayéndonos a un oscurantismo que muchos estimábamos ya superado.
Para Biden este es solo el comienzo porque la supervivencia y viabilidad futura del grueso de sus iniciativas están en manos del Supremo.
Bien harían los jueces Thomas, Alito, Gorsuch, Kavanaugh y Barrett en asimilar la máxima del juez presidente John Marshall quien en McCulloh v. Maryland, 17 U.S. 316 (1819) intimó con agudeza que la adjudicación constitucional no se podía limitar a una lectura ociosa del texto constitucional, sino que tenía por necesidad que transcender las estrecheces de ese mismo texto porque después de todo “It is a Constitution we are expounding”.