El 25 de noviembre de 2018, la mirada del mundo se posó sobre la fría y lluviosa ciudad de Bruselas, donde unánimemente los jefes de estado y gobierno de los 27 estados contratantes de la Unión Europea dieron el visto bueno al Bréxit.

¿Y qué es eso del Bréxit?

Es el término que se le ha dado a la salida (“British exit”) del Reino Unido de la Unión Europea.

¿Y qué es el Reino Unido?

El estado político compuesto por Inglaterra, Escocia, Gales e Irlanda del Norte.

¿Y cuándo decidió irse?

La decisión de salir la tomó el electorado británico (51.9% a 48.1%) en un referéndum que se llevó a cabo el 23 de junio de 2016.

¿Y por qué el voto en contra?

Porque se percibe a la Unión Europea como una amenaza a la soberanía británica. Porque desde que en 1973 Londres entró en lo que entonces se conocía como la comunidad económica europea ha ido tomando forma un agudo sentimiento de desconfianza contra el proyecto de unificación europea. Porque aquella endeble comunidad económica es hoy una unión política con su propia estructura burocrática, legislatura, corte de más alta apelación, normativas y regulaciones vinculantes a los 27 estados políticos que hoy forman parte de ella. La comunidad europea dejó de ser una enclenque cofradía comercial para convertirse en una unión supranacional cuya autoridad sobre casi todos los aspectos de la vida económica, social, jurídica y política británica (excepto en materia de defensa y relaciones exteriores) es hoy mayor que la que ejerce el propio Parlamento en Westminster.

Y si a eso le añadimos el resentimiento histórico que siempre se ha percibido en Londres contra todo aquello proveniente del continente europeo (las legiones romanas al mando del emperador Claudio, las hordas de normandos de Guillermo el conquistador, la armada invencible de Felipe II, Napoleón y su bloqueo continental, el Káiser primero y Hitler después) no sorprende entonces la crisis política que hoy se desdobla en suelo británico.

¿Y por qué hay una crisis?

Porque, aunque ya hay fecha para la salida británica de Europa (29 de marzo de 2019), la primera ministra Theresa May ha negociado un acuerdo de transición con Bruselas que aparenta no contar con los votos necesarios (320 de 639 diputados) para pasar el cedazo de la Cámara de los Comunes. Con toda probabilidad la propuesta de May se va a colgar y, como consecuencia, Londres permanecerá en un perjudicial limbo jurídico por los próximos años.

¿Y por qué el acuerdo de May está en la cuerda floja?

Porque no contiene garantía alguna sobre el establecimiento de un nuevo tratado de libre comercio entre el Reino Unido y la Unión Europea; porque sienta las bases para un largo y tedioso proceso de transición hasta diciembre de 2020 que bien podría desembocar en nada y, mientras el hacha va y viene, Londres no tendrá representación alguna en las instituciones de poder de la Unión Europea, pero como quieraestará sujeta a toda la legislación y reglamentación que emane de Bruselas durante la transición de 21 meses. Amén de que el acuerdo de May abre las puertas al posible desmembramiento del Reino Unido, toda vez que Irlanda del Norte ahora gozará de una relación especial con la República de Irlanda.

¿Sobrevivirá May?

Lo sabremos la semana del 10 de diciembre, cuando el parlamento británico finalmente vote.

¿Se podría decir que con el Bréxit fracasó la Unión Europea, tal y como fracasó el ELA?

Ciertamente a la Unión Europea se le está acabando la gasolina y al ELA hace rato se le acabó el camino. En ambos casos se impone la obligación de redimensionarlos y llevarlos al próximo peldaño.

En Europa, el desafío es llegar a su culminación a través de la unificación de su política de defensa y relaciones exteriores. Para el ELA, el desafío es aún mayor: desterrar el pasado colonial y sobre sus cenizas construir un modelo político anclado en la verdad, la dignidad y la soberanía.

Rafael Cox Alomar

Rafael Cox Alomar