En 1959, Eric Williams (futuro primer ministro de Trinidad y Tobago) publicó una obra que oportunamente tituló “The Economics of Nationhood”. La tesis de Williams era muy sencilla. La descolonización política siempre estará incompleta sin la descolonización económica.
El reciente debate que se ha suscitado con respecto al “nearshoring,” y a la cancelación de la vista sobre el status de Puerto Rico en el Senado federal, nos obliga a revisitar la máxima del prócer trinitense: sin descolonización económica nunca habrá descolonización política.
¿Y cómo se alcanza la descolonización económica? Dejando de hacer lo mismo de siempre. ¿Y qué es lo de siempre? Depender en extremo del poder colonial de turno. Y es que la historia de nuestra dependencia económica es larga y tortuosa.
Primero vino el situado mexicano, que era un mantengo presupuestario, que desde el siglo 16 llegaba a nuestras costas ocasionalmente por orden de la Corona española. El situado voló en cantos súbitamente, en 1810, cuando México declaró su independencia.
Luego vino la Real Cédula de Gracias de 1815, que liberalizó el comercio con España, a la vez que bajó considerablemente los impuestos a las exportaciones de Puerto Rico a otras naciones soberanas. La Real Cédula también voló en cantos en 1836, cuando de forma abrupta la Corona la derogó.
En 1897, se nos concedió el poder político sobre el comercio y el cabotaje con la proclamación de la natimuerta Carta Autonómica.
Muerta la Carta Autonómica, los nuevos colonizadores, entonces, impusieron la “esclavitud del azúcar” (en palabras de Pedro Albizu Campos) que duró hasta finalizar la Gran Depresión.
Luego comenzó la industrialización de Puerto Rico, atada a los perturbadores vaivenes de la política fiscal del Congreso, primero bajo la Sección 262 y después bajo las Secciones 931 y 936 del Código de Rentas Internas.
La primera fase se basó en el desarrollo de fábricas de ladrillo, papel, cristal, cemento, y textiles (todas propiedad del gobierno) y sucumbió tan pronto el Congreso ajustó su política arancelaria en las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial y se hizo imposible competir con las recién descolonizadas economías asiáticas.
La segunda fase, la de las petroquímicas, también surgió por diseño federal y voló en cantos tan pronto explotó la guerra de Yom Kippur de 1973 entre Israel y los países árabes. Atrás quedaron los sueños del superpuerto y las “fábricas satélites.”
La tercera fase arrancó en octubre de 1976 cuando el presidente Gerald Ford firmó la ley que incorporó la Sección 936 al Código federal. La 936 facilitó a las empresas manufactureras la repatriación de sus ganancias libre de impuestos federales, lo que trajo billones de dólares en inversión y depósitos a la banca local.
Pero la 936 voló en cantos tan pronto el Congreso se dio cuenta de lo mucho que aquel esquema le costaba al Tesoro federal en contribuciones no cobradas.
Y de ahí a la tan mentada ley 60 de hoy que durará lo que le venga en gana al IRS y que aunque continúa generando actividad económica ha distorsionado el mercado de bienes raíces con consecuencias perjudiciales para los puertorriqueños de a pie, a la vez que es abusada por un número considerable de sus beneficiarios.
Lo que forzosamente nos trae al “nearshoring”, que no es otra cosa que la nueva política de Washington para relocalizar gran parte de las inversiones norteamericanas fuera de China.
No cabe duda de que Puerto Rico necesita insertarse cuanto antes en ese nuevo escenario global y allegarse para sí una tajada de esa inversión en energía y alta tecnología, como ya lo están haciendo con gran éxito México, Chile, Panamá, República Dominicana, Perú, Uruguay, y Brasil (entre otros países latinoamericanos y caribeños).
Pero insertarnos con éxito en esta nueva corriente requerirá no cometer los errores del pasado. Hay que evitar poner todos los huevos en la misma canasta y no depender únicamente de fondos federales para su consecución.
Requerirá pensar estratégicamente, integrar de forma inteligente la inversión foránea con nuestros activos locales tan subutilizados y subestimados (empresariado, banca y recurso humano), por una clase política que no alcanza a entender que sin descolonización económica jamás habrá descolonización política.