Nos cuenta Suetonio que a la muerte del viejo emperador Tiberio en la isla de Capri le sucedió en el trono imperial su sobrino nieto Cayo César — inmortalizado en los anales de la historia como Calígula. (Consúltese La vida de los doce césares, obra monumental de la literatura occidental).

Lo de Calígula fue un verdadero régimen de terror — cimentado en la crueldad y la corrupción.

Acabó con propios y ajenos.

Tal era su desprecio por las instituciones que estuvo a punto de hacer de su caballo “Incitatus” primer cónsul de Roma.

Pronto su permanencia en el poder se convirtió en una grave amenaza para la estabilidad del imperio, con lo cual su propia guardia pretoriana decidió ponerle fin a aquel burdo espectáculo pasándolo por cuchillo a solo 3 años y 10 meses de haber accedido al Palatino.

Lo de Trump es una versión moderna, aunque no menos burda, de la era de Calígula (y su sobrino Nerón).

Salvando las distancias, debida cuenta que Trump aún no ha lanzado a nadie a los leones y que quien escribe tampoco es partidario de que sufra la misma suerte que Calígula, el descontrol del presidente raya en lo patológico, como quedó ampliamente demostrado en el debate.

Cabe señalar que la polarización política siempre ha existido en los Estados Unidos. Su germen se propagó desde el momento mismo que dio inicio la rivalidad entre Alexander Hamilton y Thomas Jefferson en el seno del primer gabinete de Washington allá para 1789.

De más está decir que en la abultada historia presidencial norteamericana lo más que ha existido es la batalla ideológica álgida e inclusive personal. Ahí las luchas encarnizadas entre Aaron Burr y Alexander Hamilton, John Adams y Alexander Hamilton, Thomas Jefferson y el juez presidente John Marshall, Andrew Jackson y John Quincy Adams, Abraham Lincoln y Stephen Douglas, Teodoro Roosevelt y su pupilo William Taft, John Kennedy y Richard Nixon, Lyndon Johnson y Robert Kennedy e inclusive Barack Obama y Hillary Clinton.

Lo que no tiene parangón es la mendacidad y la grosería de Trump — quien aparenta combinar los instintos gansteriles de Richard Nixon (sin la brillantez de este último), la permisibilidad hacia la corrupción de Warren Harding y la cobardía de James Buchanan (quien con sus acciones y omisiones precipitó la guerra civil).

Lo que quedó demostrado en el debate del pasado martes 29 de septiembre es que Trump anda como fiera acorralada, lanzando zarpazos por doquier. Condonando la supremacía blanca abiertamente, manipulando el proceso de confirmación de la jueza Amy Barrett al Supremo, atacando sin desparpajo alguno a la familia de Biden y amenazando con negarse a transferirle el poder a Biden de resultar derrotado.

Lo que el equipo de Biden debe ponderar con mucha rigurosidad (como ya venía aduciendo la speaker Nancy Pelosi) es si como cuestión de decoro y dignidadprocede no debatir más con Trump.

A poco más de 30 días para las elecciones, el enfoque de Biden debe ser prevalecer a toda costa en aquellos estados que Obama ganó en 2012 y que Hillary perdió en 2016.

Estados tales como Wisconsin, Michigan, Ohio, Pennsylvania y Florida serán claves para decidir quién tendrá los 270 votos para prevalecer en el colegio electoral (electoral college) y hacerse con la Casa Blanca.

Mas aún, la amenaza que hizo Trump en el debate sobre la posibilidad de que la elección termine en las manos del Tribunal Supremo federal no debe ser descartada de plano — dada la ola ciclónica de voto adelantado que viene tomando forma en Estados Unidos y la amplia complejidad del aparato electoral norteamericano, en donde cada estado tiene su propio entramado de leyes y reglamentos electorales.

El fin de la era de Trump muy bien podría estar a la vuelta de la esquina.

Rafael Cox Alomar

Rafael Cox Alomar