Published in El Nuevo Día: Tribuna invitada on February 1, 2020

Allá para el siglo V antes de Cristo, cuando la Grecia clásica había emergido triunfante de las guerras médicas contra el casi imbatible imperio persa y la antigua Atenas ya despuntaba como la capital política, económica e intelectual del mundo helénico, hicieron su aparición en aquel firmamento los sofistas contra quienes tanto lucharon Sócrates y su avezado pupilo Platón.

¿Y quiénes eran los sofistas?

Filósofos griegos dotados de gran oratoria e indiscutibles destrezas retóricas; quienes apoyándose en su inagotable capacidad para manipular las ideas a través de interminables juegos de palabras presentaban como legítimo y válido aquello que resultaba ser absolutamente falso.

En fin, los sofistas eran, a grandes rasgos, una trulla de facinerosos y encantadores de serpientes.

Alan Dershowitz, abogado del presidente Trump, es hoy la personificación contemporánea del malogrado sofista griego.

Con su reciente participación en el juicio de residenciamiento, lejos de esclarecer el contenido de la normativa constitucional, Dershowitz lo que ha hecho es darle la coartada perfecta a la delegación republicana en el Senado para amapuchar el caso contra Trump, sin ni siquiera examinar un solo testigo.

¿Y qué dijo Dershowitz?

Que la Constitución requiere que la destitución de Trump se fundamente en la comisión de un delito ordinario, estatuido en algún código o legislación. Y que aun cuando Trump le haya dado un tumbe (quid pro quo) al presidente Zelensky de Ucrania, exigiéndole el procesamiento criminal de los Biden a cambio de asistencia económica, tal acción no constituye una falta residenciable (“impeachable offense”) porque nada que el presidente haga en la consecución del interés nacional es ilegal. Para Dershowitz, al igual que para el renombrado diplomático florentino Maquiavelo, el fin justifica los medios. Así mismo pensaba Richard Nixon, hasta que el Tribunal Supremo en decisión 9 a 0 lo sacó de su error y, como consecuencia, de la presidencia.

¿Y se sostiene lo que argumentó Dershowitz?

En lo más mínimo. Las aleccionadoras palabras de Alexander Hamilton, arquitecto intelectual con James Madison de la Convención Constituyente de Filadelfia, hablan por sí solas. Hamilton fue enfático al señalar que las ofensas residenciables son aquellas que “provienen del mal comportamiento de los hombres públicos […] de su abuso y violación de la confianza pública […] son de naturaleza política”. (Ensayo Federalista Núm. 65).

En ningún momento habló Hamilton, ni ningún otro delegado a la Convención Constituyente, de delitos ordinarios; de hecho, los delitos federales ni siquiera existían al momento de la redacción de la Constitución entre los meses de mayo y septiembre de 1787.

El último argumento de Dershowitz, sobre la alegada inimputabilidad del presidente, es inclusive más provocador, aunque no por ello menos disparatado.

Y es que el presidente no es un rey. Después de todo, la revolución encabezada por Jorge Washington se libró precisamente para acabar con la tiranía absolutista del rey británico Jorge III.

El Tribunal Supremo ha resuelto una y otra vez que la Constitución le impone límites al poder presidencial.

En Youngstown v. Sawyer, 343 U.S. 579 (1952), el tribunal, al declarar inconstitucional la nacionalización unilateral por parte del presidente Truman de la industria del acero sin autorización previa del Congreso, dejó meridianamente establecido que el poder presidencial lejos de ser ilimitado está necesariamente restringido a lo que establece la propia Constitución.

Por consiguiente, la tesis de Dershowitz no se sostiene. 

El problema con Dershowitz es que, aun conociendo todas estas doctrinas, persiste en su intento de manipular la opinión pública con argumentos falaces; a la vez que le sirve de tonto útil a Mitch McConnell para que éste pueda justificar intelectualmente el tumbe que, junto a Trump, le quiere dar al americano de a pie.

Los sofistas están de vuelta.

Rafael Cox Alomar

Rafael Cox Alomar