Published in El Nuevo Día: Tribuna invitada on December 14, 2019

Este pasado jueves, 12 de diciembre, el pueblo británico salió a votar.

Habló alto y claro.

¿Y qué dijo?

Que quiere salir de la Unión Europea lo más pronto posible, sin más dilaciones ni excusas. 

Dijo, además, que está harto de los políticos que, como el líder laborista Jeremy Corbyn, andan culipandeando y poniéndole trabas a la voluntad del pueblo, según expresada en el referéndum sobre el bréxit del 23 de junio de 2016.

¿Y entonces quién ganó las elecciones británicas?

Boris Johnson y su Partido Conservador.

Ante la mirada incrédula de muchos dentro y fuera de su partido (inclusive de muchos encuestadores y medios de comunicación que lo subestiman y tachan de bufón), Johnson logró lo que ningún líder conservador había logrado desde las glorias electorales de Margaret Thatcher de 1983 y 1987.

Y es que ganó la mayoría absoluta de los escaños en la Cámara de los Comunes, nervio central del complejo entramado constitucional británico, sin ayuda de nadie y en el momento más incierto en la vida política de Londres desde la accidentada accesión al poder de Winston Churchill en 1940.

De los 650 escaños de la Cámara de los Comunes, Johnson y el Partido Conservador se quedaron con 365, lo que claramente sobrepasa los 326 que como mínimo hacen falta para poder formar un gobierno estable exclusivamente en las manos de los tories. Johnson no solo sobrepasó a su antecesora Theresa May, dejando atrás el raquítico resultado de las elecciones de 2017, sino que además opacó a David Cameron, su rival desde los días en que ambos eran estudiantes en Eton y quien en las elecciones de 2015 se vio forzado a entrar en un gobierno de coalición con los liberales demócratas.

¿Y ahora qué?

A apagar los incendios, tanto externos como internos, que hoy penden como espada de Damocles sobre la existencia misma de Gran Bretaña como la conocemos.

¿Y cuáles son esos incendios?

Primeramente, el que ya arde entre Londres y Bruselas. Después de 3 años de negociaciones maratónicas e infructuosas, se acabó el tiempo. Ni Londres va a conseguir todo lo que pide: tratado de libre comercio con la Unión Europea y preservación de su control total sobre las fronteras de Irlanda del Norte; ni tampoco Bruselas va a conseguir que Londres le pague los cerca de €45 billones de euros que le adeuda.

Tanto los británicos como los europeos tendrán que cortar por lo sano en o antes del 31 de enero de 2020.

Más aun, Boris Johnson también tendrá que sofocar el fuego que arde en Escocia, donde el Partido Nacionalista Escocés no solo copó en el Parlamento Escocés (asamblea legislativa autónoma y unicameral), sino que además eligió 55 diputados a la Cámara de los Comunes en Londres.

Con esos resultados, las puertas para un nuevo plebiscito en Escocia han quedado abiertas de par en par. Y ese nuevo plebiscito muy bien podría desembocar en la independencia de Escocia — la que sin dudas se llevaría todo su petróleo a la vez que accedería a la Unión Europea por derecho propio, dejando a Inglaterra sola y cociéndose en su propio jugo. No olvidemos que Escocia votó en contra del bréxit en 2016 y para nada quiere divorciarse de Europa. Lo único que la obliga al bréxit es su relación colonial con Londres.

Y así, dando tumbos, anda Gran Bretaña en estos días. Aún aturdida por la colosal pérdida de su vasto imperio e influencia global, ambivalente sobre su propia identidad, debatiéndose entre sus lealtades continentales y transatlánticas; ya completamente eclipsada por China, Rusia y Estados Unidos.

Es sobre esas ardientes brasas que Boris Johnson procurará caminar sin quemarse.

Rafael Cox Alomar

Rafael Cox Alomar