Hace 8 años atrás, en medio de la campaña política que catapultó a Dilma Rousseffa convertirse en la primera mujer presidenta de Brasil, publiqué en este mismo espacio una columna laudatoria de lo que hasta entonces se percibía como el milagro económico brasileño bajo la gestión de su antecesor Luiz Inácio Lula da Silva y su Partido dos Trabalhadores (consúltese columna “Se busca un Lula da Silva” 15 de octubre de 2010 reproducida en las páginas 232-33 de mi libro “En la encrucijada: pensamientos y reflexiones (Ediciones Callejón, 2015).

El Brasil de octubre de 2010 era uno que se proyectaba ante el mundo de forma sumamente positiva: líder de los países en desarrollo (junto a Rusia, India, China y Sudáfrica), beneficiario de una tasa anual de crecimiento económico de más del 10% y de índices de desempleo y desigualdad cada vez menores. Durante el periodo que va de 2002 a 2010 se llegó a estimar en sobre 20 millones la cantidad de brasileños que de forma exitosa habían transitado de la más abyecta pobreza e indefensión al mercado laboral.

Tan conmovedora era la narrativa brasileña de entonces, que pronto la figura de Lula rebasó las fronteras de Brasil, y de los movimientos socialdemócratas regionales, para adquirir dimensiones de líder global – referente obligado de sus pares en la América Latina, el Caribe, Asia, África y el resto del mundo en desarrollo.

¿Y qué pasó con el milagro brasileño?

Implosionó.

¿Y por qué?

Por lo de siempre: la corrupción, la politiquería y la podredumbre moral que carcome las entrañas de los partidos políticos enquistados ilimitadamente en el poder.

¿Y dónde está Lula?

Preso en una oscura cárcel en la ciudad de Curitiba.

¿Y qué pasó con Dilma?

Fue destituida de la presidencia en 2016.

¿Y qué fue de Brasil en las elecciones de 2018?

Cayó en manos de un loco de nombre Jair Messias Bolsonaro.

¿Loco?

Efectivamente.

¿Por qué?

Veamos.

Sobre los homosexuales ha dicho Bolsonaro: “sería incapaz de amar a un hijo homosexual, prefiero que un hijo mío muera en un accidente a que aparezca con un bigotudo por ahí”.

Ya Bolsonaro había advertido: “no voy a combatir ni discriminar, pero si veo a dos hombres besándose en la calle los voy a golpear”.

El flamante presidente electo de Brasil acto seguido disparó: “el 90% de los hijos adoptados por parejas de un mismo sexo van a ser homosexuales y se van a prostituir, con toda seguridad”.

A la diputada y ministra de derechos humanos de Brasil (María do Rosário) le había dicho: “no mereces ser violada, eres muy mala y muy fea, no eres de mi gusto, no soy violador, pero si lo fuera no te iba a violar porque no te lo mereces”.

Sobre los negros ha dicho, entre otras cosas, que muchos de ellos son vagos que “ni sirven para procrear”.

Sobre la abusiva y desacreditada dictadura militar que controló Brasil de 1964 hasta 1985, Bolsonaro ha dicho que su error fue “torturar y no matar”.

Asimismo, sus íconos son los más infames portaestandartes de la derecha global Donald Trump, Marine Le Pen, Matteo Salvani, Viktor Orbán y el estrafalario presidente filipino Rodrigo Duterte (quien llamó a Obama y al Papa Francisco hijos de perra a la vez que alabó a Hitler al acceder al poder en Manila).

Sobre si Bolsonaro será capaz de reactivar la principal economía latinoamericana — hoy venida a menos con un crecimiento económico de apenas un 1% y un desempleo de sobre el 12% – solo el tiempo dirá.

Pero de lo que ya no cabe duda alguna es que estamos ante la resurrección del pavoroso fantasma del fascismo. La masacre en la sinagoga de Pittsburgh, el envío de explosivos a mansalva a los opositores políticos y mediáticos de Trump, la cobarde tortura y vil descuartizamiento del periodista Jamal Khashoggi en pleno consulado saudí en Estambul y los resultados electorales en Brasil, Suecia, Alemania, Italia, Austria, entre otros, hablan por sí solos.

Es sobre esa batalla ideológica que pende hoy la supervivencia de nuestros más preciados derechos libertarios.

Rafael Cox Alomar

Rafael Cox Alomar